La revolución más jocosa de la historia republicana
José Hernández, Subdirector
El presidente Correa dijo que su revolución sería alegre. Todo lo contrario del ambiente pelmazo, se entendió, que hubo en la larga noche neoliberal. Y claro que la revolución ciudadana resultó jocosa: el presidente y los suyos la pasan bomba burlándose de otros. Eso da pie al equipo mefistoliano para que no solo pretenda robar las almas de aquellos que no piensan como ellos; ahora además los convierte en sujeto de chacota.
El Presidente se ríe los sábados. No dice que los otros se equivocan y, respetando su punto de vista, avanza el suyo. No: ironiza sobre lo que dicen y cómo lo dicen. Su auditorio se desternilla imaginando el tipo de oposición que hay, la mediocridad en la cual navegan los periodistas, las atrocidades que escriben y los golpes bajos planeados, según cree Correa, en los medios...
El Presidente ha hecho escuela. Hay que ver ahora a ciertos asambleístas del oficialismo, su suficiencia, las verdades reveladas que recitan, su capacidad para mirar por encima del hombro a los demás. Y también ciertos funcionarios. Y los abogados del Presidente. Y los medios gubernamentales. Han convertido la esfera pública en el teatro de la burla donde sus pulsiones más elementales encuentran un espacio de desfogue.
No es humor lo que esgrimen. El humor y la ironía son un bálsamo para la sociedad y una excelente terapia para la salud personal y social. El humorista obliga al otro a escarbar en sus convicciones, a cuestionarse sobre ellas, a convertirse en objeto de reflexión. Hay una invitación en el humor a desdoblamiento, a ponerse a buena distancia de sí, a huirle a la fatuidad, a reírse de sí mismo.
Esa no es la escuela del oficialismo. Es la burla. El deseo expreso de lastimar, herir y menospreciar. Una acción pensada y programada con dinero público para ridiculizar y humillar a aquellos considerados como adversarios. La burla de la que hace gala el oficialismo, y que ahora corre a raudales por las redes sociales, busca eliminar simbólicamente al contrario. En ese caso, la burla vacía al otro de cualquier valor. Lo convierte en objeto de afrenta, de escarnio público. El otro es un indeseable, un desechable.
Se ríen todos. Los unos de los periodistas que aparecen en los WikiLeaks. Los llaman informantes del imperio, porque, por fortuna para ellos, Julian Assange no ha bajado los cables que envían las embajadas de Irán, Cuba, Rusia… Ahí quizá están ellos, por haber charlado con los embajadores de esos países. Se ríen de que Emilio Palacio viva exilado y lejos del Ecuador por haber escrito una columna polémica de opinión. Palacio y su esposa no son personas sino piezas codiciadas del aparato mefistoliano de propaganda. El futuro de sus hijos es un detalle seguramente insignificante. Se ríen (se rieron mucho) los abogados del Presidente durante el juicio contra El universo y dieron cátedra de ética a aquellos que osaban presentar tesis contrarias a las suyas.
Se ríen de un senador estadounidense (escriben cenador) por afirmar cosas que no desean oír y, por haberlo hecho, justifican con creces que el símbolo del partido demócrata sea un asno. ¡Qué chiste!
Se ríen de los periodistas de medios privados y, trastocando la historia, les endosan la pretensión de ser puros y convertir las empresas en las cuales trabajan en autorreferencia del oficio. ¡Qué ironía! Porque los puros (de manos limpias) son ellos y la única referencia (política, cultural, social, periodística, de honestidad y talento) es su revolución.
Se ríen mucho en el Gobierno. Y la burla oficial ha dividido a la sociedad entre aquellos que la pasan bomba y aquellos convertidos en cosas para divertir. Entretanto, fenece la esfera pública democrática que se construye frotando y limando cerebros, decía Montaigne.
No es, entonces, alegre la revolución como prometió el Presidente. Es un teatro triste en el cual no florecen las ideas ni se densifica la esfera pública. Es un teatro para el desfogue de pulsiones bajas. Humillar al otro es confesar que en vez de ideas, lo único que queda es el goce desquiciado de un poder que se ve eterno.
La escuela del oficialismo no es el humor. Es la burla. El deseo expreso de lastimar, herir y menospreciar. Comparte esta noticia en tu: Este artículo se ha leído: 3432 veces.
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