Ganarás el pan...

‘Con el sudor de tu frente” fue la sentencia de Dios cuando expulsó a Adán del Paraíso. Si bien la decisión divina va entendida como un castigo a la desobediencia, puede también interpretarse como el momento en que “condena” al hombre a ser libre, a escoger su camino, a responder por sus actos. Ganar el pan con el sudor de la frente adquiere el carácter de valor fundamental y expresión esencial de la dignidad humana. Por medio del trabajo el hombre se ennoblece y libera a los suyos de la coyunda de la dependencia y de las angustias de la miseria. El trabajo construye el horizonte individual al que todos aspiran. Es un derecho humano exigible e irrenunciable. Trabajar es ejercer la libertad. La democracia es trabajo. Crear fuentes de trabajo es crear democracia y libertad. Quien trabaja está forjando su propio destino y, colectivamente, el futuro de la humanidad. Estas realidades éticas dan sentido a la adquisición de los bienes que hacen más humana la vida sobre la tierra. Choca contra esta concepción el hecho de adquirir bienes gracias al sudor de frentes ajenas, mediante la explotación del trabajador por parte de quien tiene poder, el Estado o el patrono. Si estos acumulan riquezas gracias al trabajo ajeno, corresponde la adopción de medidas correctivas por parte de la autoridad que una sociedad ha creado para su propio gobierno. Contraviene también a la sentencia bíblica que alguien se enriquezca obteniendo indemnizaciones millonarias por presuntos o reales ataques a su honor. En la época heroica en que se lavaba el honor ofendido poniendo en juego la vida, se sancionaba al culpable con el simbólico pago de una moneda. El ofendido no buscaba humillarlo sino lavar la ofensa recibida. El capitalismo salvaje -practicado por quienes aborrecen de él- ha hecho que ahora el honor tenga precio, voluminosas sumas de dinero ganadas con el sudor de frentes ajenas. Nada justifica enriquecerse de esta manera. Repugna a la conciencia y a la ética que el ofendido base la recuperación de su honor en el aumento de su propia riqueza y prosperidad y, peor aún, en la destrucción económica y moral del ofensor. Repugna que pretenda recuperar su honor mediante la humillación y el envilecimiento ajenos. Eso no es defender el honor sino ejercer la más inhumana y deshonrosa de las venganzas. Una conducta semejante no puede pretender la aprobación de la sociedad. Una conducta semejante dará lugar a presunciones y suposiciones terribles que caerán sobre quien así procede guiado por ciegas pasiones que nada tienen que ver con la defensa del honor ofendido. La magnanimidad en la victoria es la mejor prueba de la grandeza. La mejor defensa del honor propio consiste en respetar el ajeno.

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