El periodismo leído y corregido por el gobierno

Para el Gobierno, el periodismo empieza y termina en sus declaraciones o ruedas de prensa. Cada funcionario descrito en una crónica, por ejemplo, reclama siempre, en las cartas que se han vuelto inevitables, no haber sido entrevistado. Como si en la relación con el poder político, el periodismo no pudiera describir las cosas que hacen los funcionarios. Y cómo las hacen. O cómo las ponen en escena. Como si el poder no fuera, a la vez, una liturgia y una dramaturgia.

Los funcionarios se quejan de las crónicas, de los análisis, de los perfiles, de las columnas, de los editoriales… De todo aquello, en suma, que está por fuera de la forma como verbalizan lo que hacen. Si un funcionario se muestra nervioso en una rueda de prensa, pues no se debe escribir que estuvo nervioso: se le debe preguntar. Y se debe publicar lo que diga. Si en una sesión de la Asamblea se producen momentos satíricos y eso se cuenta, lo que hacen sus autores es insurgirse contra el periodista que narra lo que vio. A su nota le faltará el contexto histórico. O se dirá que la crónica, y no sus actos, resta solemnidad a la función. Y, claro, reclamarán por no haber sido entrevistados. Es como si el poder quisiera que sus acciones entraran a la historia en bloques de hielo. O de mármol.

En el fondo, el poder cree no solo detentar el privilegio de producir las noticias. También quisiera controlar las imágenes y las impresiones que produce y, por supuesto, las interpretaciones que nunca estarán al nivel de sus expectativas.

Una de las grandes críticas del correísmo a los medios de comunicación es su supuesta mediocridad. Pues bien: esa mediocridad se explica, en gran parte, porque muchos medios, para cubrir al poder, fueron desde hace décadas torres repetidoras de sus mensajes. Y ese periodismo árido, administrativo, predecible, alejó de la información a muchos ciudadanos. Volver al periodismo significa entonces volver a su esencia: contar historias. O analizarlas. Desempolvar los géneros que ponen a prueba el principal talento de este oficio: la capacidad de observar que conlleva el deseo de sorprender y la necesidad de saber escribir. En la parte política, eso implica también escudriñar de cerca al poder, mirar sus dobleces, describirlo. Las crónicas, para seguir con el ejemplo, no son, entonces, un género menor o subjetivo y manipulador, como dicen las cartas que se envían desde algunos ministerios.

Géneros pequeños son los boletines de prensa. Son esas noticias, de fuente única, en que los medios se condenan a agregar, a lo que diga el poder, solo algunos verbos (dice, añade, advierte, subraya, informa… concluye) y en las cuales hay mucha hojarasca y poca realidad. Creer que la tarea del periodismo es reproducir discursos y declaraciones es querer devolver este oficio al pasado. Y condenarlo a su desaparición.

El poder no entiende que es fundamentalmente un gran escenario. Lo saben sus publicistas que preparan, con cuidado extremo, las performances de sus clientes. Su puesta en escena, sus mensajes, sus poses, sus voces y hasta sus inflexiones. ¿Por qué es legítimo aquello y no lo es la de-construcción de esos montajes? Si el político trabaja las formas de comunicar, en las cuales su lenguaje corporal es fundamental, ¿por qué su descripción estaría encaminada a manipular? ¿Por qué habría que entrevistarlos si la palestra pública contiene todos los elementos de un enorme teatro? ¿Comunican menos los personajes de Samuel Beckett por actuar, en muchos casos, en silencio? ¿Y para hablar de una de esas piezas, toca contrastar lo que dice un espectador advertido con lo que diga el autor de la obra? Pues a nadie se le ocurriría. Los artistas suelen decir que si la obra es buena, se defiende sola.

Querer controlar esos géneros, es querer matar la posibilidad de renovación de este oficio, ahora que la información, a secas, corre por las redes sociales. Si el poder es actor, que se deje observar.
Comparte esta noticia en tu:
   

Este artículo se ha leído: 1863 veces.