15 cabezas de turco para el 30-s

La Crónica

Esta semana empezaron los juicios penales contra los policías acusados del delito de rebelión.

De alrededor de 600 sublevados, el Estado eligió a 15 para responsabilizarlos de todo.

"¡No puede acercarse, señor! ¡No quiero agresiones!". El canciller Ricardo Patiño hunde la cabeza entre los hombros y levanta la mano derecha para proteger el cráneo. Al parecer, los golpes que le propinaron los amotinados del 30 de septiembre se le sedimentaron en el subconsciente y nutren desde ahí su repertorio de movimientos reflejos. Está claro que Marco Terán, defensor del capitan Giovanny Fuentes, no le va a pegar. No aquí, en un tribunal de la República. Él solo quiere hablarle desde cerca, como hacen los abogados en las películas, así que camina por el estrado creyéndose libre para hacerlo. Pero no. Patiño, testigo de la Fiscalía, pone nuevas reglas: “No puede acercarse". El abogado para en seco, incrédulo, y los jueces lo conminan con la mirada, como diciendo: “Obedezca".

Es el segundo día de los juicios del 30-S (marca registrada). Los 15 policías acusados del delito de rebelión, junto a sus 11 abogados defensores, ocupan la parte derecha del estrado. Hacinados en cinco filas de asientos, ofrecen su perfil al escaso público como esclavos en galeras. Al frente, el fiscal Galiano Balcázar y su equipo de asistentes se afanan ante un mar de documentos. Por sobre sus cabezas se alza el tribunal que preside la jueza Míriam Escobar. En el centro se sientan, uno a uno, los testigos. Ahí está Patiño sacando pechito de su camisa amarilla, la misma que llevaba puesta el día aciago, la que se manchó de sangre cuando la canalla lo acometió a traición a toletazos y le partió la crisma. Convenientemente lavada para disminuir el dramatismo.

El canciller quiere cobrárselas todas, o eso aparenta. Ha llegado altivo y soberano, sin ahorrar gestos de desprecio para con los acusados, al contrario: haciéndolos ostensibles. Los fulmina con la mirada en abierta demostración de su superioridad moral irrebatible. “¡Las ganas que me da de verlos de frente!", masculla y se disculpa con los jueces: él sabe que debe dirigirse solo a ellos, pero no puede. ¿Cómo va a poder si la sola contemplación de los policías le subleva el alma?

Habla Patiño de sí mismo y se conmueve al verse. Qué valiente, qué corajudo se portó ese día desde el momento que tomó la decisión de rescatar al presidente cautivo en el Hospital de la Policía. Le dijeron que era peligroso, y no se amilanó. Le dijeron que quedaba lejos, a 8 kilómetros, y poco le importó. Él y los suyos atravesaron a la fuerza todos los cinturones de mal encarados policías que les impedían el paso. Saca cuentas: en la avenida Mariana de Jesús, en la entrada del Regimiento Quito, en el camino que va del Regimiento al Hospital, en la entrada del Hospital… Lo mismo que el bravo Asterix cuando se abre paso a golpes entre las guarniciones de soldados romanos que lo separan de su aldea (Babaorum, Aquarium, Laudanum, Petibonum. ¡Soc, pum, crash!), así, el fiel Patiño llegó hasta donde padecía el presidente. O así se pinta él.

Ya alcanzan los héroes el tercer piso del hospital, donde una última prueba, cree recordar, les ha sido deparada: un nuevo piquete de policías los espera. “Y ahí estaba usted", acusa el canciller, clavando los ígneos ojos en los del subteniente Fausto Iza. “Luchamos, forcejeamos, les empujamos. Cayeron al piso…". La narración de Patiño emociona por acumulación, como las antiguas zagas nórdicas. Vencida la guardia, corrieron por el pasillo mientras el enemigo les pisaba los talones y se precipitaron a toda velocidad al interior de la habitación que ocupaba el presidente. Portazo. Fin del segundo acto.

“¿En el tercer piso? No hubo ningún alboroto en el tercer piso. No recuerdo ningún grupo violento en el tercer piso". El general Freddy Martínez, que en ese entonces ocupaba el cargo de comandante general de Policía, luce más sereno que Patiño y habla más pausado, sin mirar feo a nadie. ¿A quién creer? Quizás lo del canciller es una licencia poética, como en La Ilíada, cuando Apolo detiene el brazo de Aquiles y aleja a Héctor del combate.

Esto será largo. El primer testigo de la Fiscalía, Gustavo Jalkh, se toma toda una tarde para declarar. Patiño, el segundo, ocupa la mañana completa del día siguiente. Luego vienen la asambleísta Irina Cabezas y los generales Freddy Martínez y Euclides Mantilla. Van dos días y faltan todavía 242 testigos por declarar, incluido el presidente de la República, si se deciden a llamarlo. Al principio habían asistido en masa para que les tomaran lista. La gran sala de audiencias que preside una cutre alegoría de la justicia (escayola pintada de dorado) quedó pequeña para albergarlos a todos. Ahora, sin embargo, el auditorio luce semivacío: apenas unos pocos parientes y periodistas tomando nota de las contradicciones en que incurren los declarantes.

El fiscal Balcázar se mueve nerviosamente sobre su asiento. Lleva las manos juntas al centro de la boca, como si rezara, y exhala profundamente. Sus propios testigos lo hacen transpirar, ¿qué será cuando llegue el turno de los de la defensa? En particular, los generales Martínez y Mantilla parecen conspirar contra su caso.

“Estos son los pasquines que circulaban en el interior de la Policía y que estaban siendo investigados", confirma Jalkh echando una ojeada a la carpeta que el fiscal le pone por delante. “¿Pasquines? ¿Qué pasquines? No conozco ningún tipo de pasquines", se extraña el general Mantilla.

“En todo momento, los sublevados daban muestras de estar perfectamente organizados", aventura una y otra vez la asambleísta Cabezas, como si todo su testimonio tuviera por único objetivo demostrar ese punto. “Ahí nadie guiaba al otro", “Cada cual estaba desconectado", recuerda sin inmutarse el general Martínez.

Jalkh asegura que, por disposición suya, Martínez ordenó a los amotinados que volvieran al trabajo y que nadie le hizo caso. Pero Martínez jura que ese día no impartió una sola orden ni dispuso nada por la sencilla razón de que nadie lo escuchaba. Que en el Regimiento Quito “había policías de otras unidades", recuerda con claridad el exministro. Que eso es imposible de asegurar, reflexiona con detenimiento Mantilla…

Y Balcázar, que al parecer no tiene idea de lo que sus propios testigos están por decir cuando abren la boca, se retuerce literalmente sobre la silla. No puede permitir que los abogados de la defensa les pregunten nada, es demasiado riesgoso, así que salta como si un resorte se accionara bajo su trasero y prodiga objeciones que no se molesta en argumentar o que argumenta pobremente: “Objeción, pregunta capciosa"; “Objeción, pregunta repetitiva"; “Objeción, el testigo ya dijo"; “Objeción, el testigo no dijo".

Si el caso dependiera de él, los 15 policías del 30-S tendrían razones para sentirse tranquilos. Pero el fiscal cuenta con un apoyo no del todo inesperado: el tribunal que preside la jueza Míriam Escobar mantiene a raya a los abogados defensores con significativas miradas y da repetidas pruebas de su disposición para torcer las reglas en beneficio de la parte acusadora.

Ejemplo: Jalkh lleva horas relatando sobre los contactos que mantuvo el día de la sublevación con numerosas comisiones de policías que se le acercaron para negociar, así que resulta natural que los abogados defensores quieran saber si es capaz de identificar a sus defendidos como integrantes de alguna de esas comisiones. El exministro los mira y está perdido: no reconoce a nadie. “¡Objeción!", chilla el fiscal Balcázar. “Se está pretendiendo hacer una diligencia de reconocimiento de personas aquí. Este no es el momento procesal para eso". Atónitos contemplan los defensores a la jueza cuando esta pronuncia su veredicto con estridente voz de tiple: “Ha lugar". Míriam Escobar acaba de entregar al mundo del derecho un aporte inestimable: el tribunal donde los testigos están impedidos de identificar a los acusados.

En eso llega Patiño. No solamente está dispuesto a reconocer a cinco de los acusados, sino que se aprendió sus nombres de memoria. Ahora es el propio fiscal quien le solicita que los identifique: López, Fuentes, Solano, Angulo, Iza. La jueza se lo permite. Lo vuelve a impedir, por pedido de Balcázar, cuando el general Martínez mira a los acusados y no los reconoce. “¿Solano? ¿Quién es Solano?".

“¿Puedo hablar? ¡Necesito hablar!". La voz del capital Giovanny Fuentes suena desesperada. Se ha puesto de pie con la mano en alto, en abierto desafío a las normas del tribunal, que le obligan a guardar silencio y solo pronunciarse a través de su abogado. “¡Quiero hablar!". Está indignado. “El señor canciller no me conoce. Él recibió los nombres, nada más, pero no me conoce". La jueza llama al hombre al orden con golpes en la mesa mientras su abogado trata de tranquilizarlo, sin éxito. “¡Pido que lo revisen! ¡Tiene algo en el saco!", clama el fiscal sacudiendo el índice conminatorio. Ahora es un piquete de guardias de seguridad el que se lanza sobre él para despojarle de su ropa. Humillado, Fuentes está al borde de las lágrimas. Sus compañeros lo miran, conmovidos. No lleva nada en los bolsillos.

Raras cosas ocurren en este Tribunal, donde la primera pregunta que la jueza dirige a los testigos es “¿profesa usted alguna religión?". “Le recuerdo que las penas de perjurio es sancionado con pena de reclusión", repite a cada uno, con un desaliño lógico y gramatical que revela las deficiencias del sistema educativo y las precariedades del sistema judicial que ella representa.

El 30 de septiembre de 2010 hubo una sublevación policial en el Ecuador. Participaron entre 500 y 600 uniformados, según todos los testigos. Sin embargo, el Estado ha decidido que los 15 policías sentados en la tarima deben cargar con toda la culpa y ha enviado a un fiscal que, por única teoría del caso, esgrime que todos ellos estuvieron ahí. Los 15 se declaran inocentes. Como van las cosas, bien podrían los jueces terminar convirtiéndolos en víctimas.
Comparte esta noticia en tu:
   

Este artículo se ha leído: 2250 veces.




Tags: Quito