¿Es correa una buena persona?

Él no tiene dudas. En ese caso, ¿una persona como él es un buen presidente? Y si se excluye a Maquiavelo, ¿cómo ser lo uno sin ser lo otro?
El presidente dio pistas en sus declaraciones sobre lo que le molesta cuando hablan de él o escriben sobre él: que se dude de que es una buena persona. Tolerante, honesta, sacrificada, patriota, recta, bien intencionada… Una persona de manos limpias y corazón ardiente.

Tanto le molesta que se dude que ahora, tras ser paciente -porque él cree que lo fue-, decidió zanjar este tipo de controversias en las cortes. Y hacerlo pidiendo indemnizaciones millonarias.

Se entiende que el honor y el buen nombre sean valores que no tienen precio. Diez millones de dólares pidió por lo que cree él fueron yerros periodísticos cometidos por Christian Zurita y Juan Carlos Calderón. Ese referente monetario también figurará en la historia del correísmo.

El presidente detesta, entonces, que se dude de lo buena persona que es. El problema con él -como con cualquier otro presidente- es que, en su cargo, no basta declararse buena persona para que esa convicción se vuelva un dato objetivo de la realidad. Un presidente está más expuesto a que el espejo deformante en el cual cada persona se mira -egolatría obliga- le envíe una imagen más distorsionada que la habitual. Ese fenómeno, como se sabe, lo agrava el círculo de áulicos al cual no escapa ningún primer mandatario.

Lo cierto es que la idea que se hacen los presidentes sobre su honor y su honra, sobre sus reales o virtuales probidades, está lejos de ser la que tiene un ciudadano normal. En ese sentido, el presidente Correa comete un craso error al considerar que, estando en Carondelet, puede pretender tener los mismos derechos que ostentaba como persona natural. Y en tal virtud, enfrentar a ciudadanos de a pie en condiciones equitativas ante las cortes. La asimetría es inconmensurable.

Ahora es posible -siempre hay que otorgar el beneficio de la duda- que el presidente sea una gran persona. Lo que se puede argüir, de este lado del espejo deformante, es que hace grandes méritos para ocultarlo. Hay señales, muchas señales, producidas por él que lo muestran ajeno, distante o reñido con los cánones que él mismo se otorga y que producen el fastidio que confiesa cuando oye hablar de él. O cuando lee textos que, a sus ojos, son hechos con la saña que caracteriza a los sicarios de tinta.

A nadie extrañará que el presidente reclame por su honor, reputación y buen nombre. Sin ello, una persona queda reducida al estatus de zombi, por mandatario que sea. Pregunta, para ese presidente tan legítimamente preocupado por los daños morales que acarrearán el descrédito y la deshonra: ¿cómo se deben calificar los centenares de insultos que él irrogó a personas que no coinciden con su punto de vista?

¿Es consciente el presidente de lo que significa tildar de asesinos a sueldo a personas que en cualquier otro país -con dirigentes maduros- llaman intelectuales, oposición, disidentes o librepensadores? ¿En qué manual se dice que para ser buena persona -porque de eso se trata al parecer la molestia presidencial- se requiere ser autor de tal colección de agravios y ofensas, de ultrajes y humillaciones?

¿En qué manual está consignado que para ser una buena persona debe hacerse gala de su autoridad y arrastrar -se perdonará el verbo, pero describe lo ocurrido con el coronel Carrión- a sus subalternos? ¿En qué código de valores se dice que las personas amigas son buenas personas hasta que son obsecuentes y que el día que retoman sus opiniones se convierten en esperpentos? ¿No es así que el presidente trata a sus propios exaliados?

La demanda de reparación de daño moral que Rafael Correa plantea a dos periodistas abre un debate fundamental para el país: es el debate de ética pública que el gobierno escatimó. Y ese debate descarta dobles estándares y dobles conductas. Incluye, en cambio, concordancia entre lo que se dice y lo que se hace, igualdad para los ciudadanos ante la autoridad, compartir el significado de los valores en juego y el sentido de los límites internos a los cuales se ciñe cada ciudadano.

Hay, y es evidente, diferencias abismales entre lo que el presidente considera una buena persona y ciertos rasgos (¿para qué calificarlos?) en su forma de ejercer el poder. Se entiende mal, por ejemplo, que su demanda para reclamar honra y buen nombre esté salpicada de ofensas y denuestos contra los demandados. No solo hay contradicción: hay desproporción entre él -el hombre más poderoso del país- y dos periodistas (Emilio Palacio pudiera engrosar esa lista) que pusieron en evidencia hechos o escribieron una opinión. Tampoco hay proporción alguna entre lo que reclama y la compensación que pide.

¿Ha pensado el presidente que, tras el espejo deformante, se pudiera pensar que con esas demandas no busca -como es su deber- provocar una pedagogía social sino usar su cargo para fines estrictamente personales, incluso económicos? ¿Rafael Correa es presidente para exponerse (supuestamente) a actos de deshonra y es persona natural para recibir las indemnizaciones?

El presidente se mortifica con las deducciones que se hacen de ciertos hechos, políticas o actitudes suyas. Si él estuviera de este lado del espejo deformante, ¿cómo llamaría a un primer mandatario que, con desproporción y desmesura, lleva ante las cortes a sus contradictores mientras pide a los electores que aprueben que él meta la mano en la justicia? ¿Poner todas las ventajas del lado del más poderoso hace parte del perfil ético y democrático de un mandatario que, además, es buena persona? ¿Dónde puede leerse ese perfil?

El debate que propone el presidente Correa a través de su demanda es esencial para el país. Pero nace muerto. Él lo situó en una cancha inclinada y con árbitros a su favor, pues él tendrá gran incidencia en el nombramiento de los jueces que juzgarán sus demandas. ¿Eso se llamará justicia después del 7 de mayo?

Debate muerto pero pleno de revelaciones en cuanto a los límites internos que maneja el presidente: su demanda da pistas sobre la forma cómo él concibe el poder y cómo lo usa ante los ciudadanos. Muestra cómo entiende la ética personal y pública. Y, por supuesto, emite señales sobre los límites con los cuales administra sus convicciones democráticas y se relaciona con aquellos que no encuentran cobijo -o no aspiran a encontrarlo- bajo su halo protector.

Es posible que el presidente sea una buena persona. La pregunta, en ese caso, pudiera ser: ¿una persona como él es un buen presidente? El malentendido pudiera agravarse porque fuera de Maquiavelo, la lógica ciudadana tiende a pensar que no hay cómo ser lo uno sin ser lo otro.
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