De presidente a provocador

Un minuto antes de llegar al cuartel de la Policía en Quito, era el Presidente indiscutido de Ecuador. Diez minutos después, en la ventana del segundo piso, era un provocador que desató la peor de las reacciones. Y doce horas después, el populista que desde el palacio de Carondelet cobraba una victoria pírrica, sin reparar en el daño que le había causado a su país.

Lo que hizo Rafael Correa el pasado jueves es una muestra de cómo alguien puede producir tragedias. Desesperado por las dificultades que enfrenta por su forma intolerante y agresiva de responder a quien no está de acuerdo con él, se metió en el cuartel a reprimir el descontento. Pasó por alto las jerarquías que en todas partes del mundo existen para manejar los cuerpos armados y se enfrentó a un puñado de descontentos por algunos cambios en su remuneración.

Así, lo que pudo resolverse con paciencia terminó en una conflagración, gracias a la intervención directa del Presidente de la República, que pasó por encima de sus ministros, de los generales y oficiales de la Policía o de los inspectores de trabajo. Nada que no tuviera solución se convirtió en razón de ser de una descomunal reyerta que puso en vilo a los ecuatorianos. Y la razón es una: el afán de Correa por mostrarse como el más poderoso, como el más ‘verraco’, como el único. Como el supermán que enfrenta a presidentes y policías con la misma furia.

En Ecuador no hubo un intento de golpe de Estado porque no había razón ni capacidad para darlo. Lo que pasó fue que los policías respondieron a la provocación de un presidente que para convencer se arrancó la corbata y les gritaba “mátenme”, como si fuera un argumento que puede usar un funcionario de tal investidura. A un hombre que se les igualó para ofenderlos, como si eso fuera su prerrogativa. Después, el lanzamiento de una bomba de gases lacrimógenos por alguno de esos policías enardecidos por el desafío desató un conflicto irracional, una insurrección que nunca debió producirse si el presidente Correa respetara su cargo.

Pero que nunca puso en peligro la vida del Mandatario, porque nadie quiso matarlo. Y nunca desafió su puesto, porque los que quisieron aprovechar la insubordinación fueron muy pocos y muy tontos. Fue la reacción que desencadenó un Correa energúmeno, desencajado y dispuesto a llegar al último extremo con tal de mostrarse como héroe. Un Correa al que a veces le queda grande la Presidencia, como cuando los policías le pedían diálogo y él gritaba que lo acosaban desde el techo de la habitación y que del hospital salía como presidente o muerto.

Horas después, la balacera que se desencadenó para su ‘rescate’ de un hospital culminó con destrucción, muertos y heridos, en un acto melodramático y terrible, transmitido en vivo y en directo. Y en una manifestación desde el palacio presidencial, renació el provocador que lapida con sus gritos y su gesto desencajado a quienes se le oponen, que dispara su megalomanía a niveles asombrosos y aprovechan su cargo para radicalizar a su pueblo.

Así terminó el jueves en Quito. Pero los problemas no terminarán para los ecuatorianos y su democracia hasta que Correa no entienda que una cosa es ser Presidente y otra muy distinta un populista furibundo capaz de aplastar al que se le oponga, como cualquier matón de barrio.
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